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Bahía de Ítaca

cuarenta años y un dia /Antonio Regalado

Han pasado como un suspiro. Sobre todo el día de ayer. Aquel segundo jueves de abril amaneció gris. Y desapacible. Saqué billete de ida en la estación de mi pueblo natal, Aldehuela de la Bóveda. Me había juramentado no volver a casa con las manos vacías. La muda en la maleta de madera, herencia de la guerra y ciento veinticinco pesetas en el bolsillo eran todo el equipaje. Dos bocadillos de chorizo, salchichón y queso  caseros  envueltos en papel de periódico engañaron el hambre toda la jornada.  Era la séptima vez que arribaba a Salamanca.

La locomotora de carbón lanzaba humo y arenilla negra que impregnaba todo el recorrido. Abrí la ventanilla para que el aire refrescara mi rostro.  No tenia miedo porque atrás no dejaba nada. Agradezco a mis padres,  que no me impidieran continuar mi camino. Nada me  podían dar y nunca les aporté nada tampoco. Pero me ofrecieron libertad, -las oraciones mi madre fueron decisivas- y un consejo: "No olvides nunca -me dijo mi padre minutos antes de subir al tren- que lo más importante, hijo, es ser honrado y trabajador".  Tardamos seis horas y media en llegar a Madrid.  Las murallas de Ávila vistas desde el oeste resultan inexpugnables. Cada kilómetro que me alejaba de casa era uno menos en un viaje sin retorno hacia i sueño inalcanzable: ser periodista.  El reclamo de "Caramelos Paco", pintado  sobre los  peñascales del recorrido me retrotraía a los años de colegio trinitario. La sierra y el túnel me parecieron interminables.

La Estación del Norte, en Madrid,  me impactó nuevamente por su armadura de hierro estilo Eiffel. Compré el diario “YA”. Mi madre era suscriptora de la edición dominical. Allí había leído a Pedro Mario Herrero, una frase que me persiguió (me iluminó, mejor) durante cinco años; “Que no sea agricultor  –escribía- quien no tenga agallas para arañar la tierra””. Servidor, me dije. Deserté del arado en la sementera siguiente, cuando por vez primera abracé una mancera con la mano izquierda. Los bueyes tiraban como leones. Era incapaz de controlar la yunta. El recorrido no debió superar los cincuenta  metros. Me pareció un tiempo maratoniano. E imposible. Mi suerte estaba echada. “Hay que salir de aquí”, recuerdo que me dije. "Sin mirar atrás".  La consigna desde entonces fue, es y sigue siendo: "siempre adelante".

Preguntando, como hacemos los paletos, llegué hasta el metro de Ríos Rosas y de allí, desde las cocheras de La Continental a Alcalá de Henares. La ciudad terminaba por el sur, en la carretera de Pastrana y en la Puerta de Madrid, junto a la muralla desvencijada. Y a partir de aquí, huertos y lecherías reconvertidos hoy en ladrillos millonarios.   Mi tía Dora –la mujer más generosa que he conocido- me acogió.  Me trató y me trata  como a un hijo y yo la he querido (y quiero) como a una madre. Ayer llamé para recordárselo como cada primavera. Ella lo sabe pero tenía que escribírselo alguna vez. Y ésta  es una ocasión excelente. Era demandadera del convento de Las Catalinas. Y compartimos café negro y cientos de horas y horas nocturnas, yo estudiando y ella cogiendo puntos a las medias… para poder llegar a final de mes. De ella aprendí que cuanto más se da, más se tiene. MI madre siempre tuvo celos de ella porque cuando ya pasaba algunas temporadas, o acudía esporádicamente, siempre le respondía, movido por la rutina. "sí, tía…"  Nunca me dijo nada, pero le dolía tanta ausencia.

Veinticuatro horas después me encontró trabajo en Suwide Española, S.A., una fábrica de papeles plásticos (hoy abandonada) que revistió las paredes de los grandes hospitales franquistas de medio país. De aquel entonces me viene un regusto amargo por los paramentos  entelados. Me gusta la pintura blanca.

En la patria de don Miguel -de ahí mi quijotismo permanente-  estudié el Bachillerato Superior, el PREU e ingresé en la Universidad.  Aquí empecé a amar el cine de los sábados, en  sesión continua  y programa doble. Tenía tantas ansias de hacerme periodista que  la carrera fue un paseo académico. Trabajaba y estudiaba  dieciséis horas diarias, incluidos sábados y domingos. Diecisiete  años seguidos, día a día, noche a noche y luna llena a luna llena, desde que salí del seminario, culminaron en mi condición de periodista en RNE.  “Tengo, que conseguirlo, tengo que conseguirlo”, fue el pensamiento dominante y único en cada despertar. “Adelante”. 

No lo resalto como mérito  - han pasado tantos años que no me acuerdo del esfuerzo y además no  tenía otra alternativa- sino como método de trabajo.  Cuando se viene desde abajo y desde tan lejos,  uno es la décima parte del esfuerzo personal, de la inversión que realiza. La vida viene condicionada, en especial, por el sacrificio que uno haga entre los 18 y los 25 años. Hay que aprovechar cada oportunidad. Y tiene que procurar su propia suerte. Yo me así al periodismo como tabla de salvación.  En mi descargo tengo que precisar que nada me ha sido más fácil y  ni más agradable. No me cansa.

Media docena de mujeres se cruzaron en mi camino y en mi corazón: Cruz, Carmen, Clemen, María, Regina, Sandra  Amores y desamores, en su mayoría platónicos, se han entremezclado y superpuesto como en una película de aventuras. Quise más a la que más me quiso. Me enamoré en exceso de las dos personas que apenas me quisieron y no pude amar desmesuradamente  a quienes me brindaron su ternura.  Aún conservo un par de amigos del colegio  Marcial Alvarez y Luís  Sanz y otros cuatro (Carmen Olivera, Ana Gavín, Gregorio  Parra y Gerardo  Sáez) de carrera y profesión, respectivamente. 

A nada ni a nadie he sido más fiel en mi vida que a este oficio de juntar palabras y a la libertad.  La SEPI dice ahora - ¡qué sabrán ellos desde sus despachos de caoba!- que he cometido un delito: estrenar  58 años. Estoy en la lista negra, en  la galería de condenados a muerte laboral, de los  prejubilables de la RTVE.  Malhaya su burocracia. Nunca les perdonaré que me roben siete años de mi vida activa después de 13.000 jornadas cotizadas a la Seguridad Social y de miles y miles de horas robadas al sueño y a la familia.  Sigo en la brecha. Con la misma ilusión del becario que comenzó en Nuevo Diario, con Ramón Melcón, Yale, Soto, los Muniaín, Santiago López Castillo y  Martín Ferrán.  No  van a jubilar mi pasión por la actualidad.  Además de esta pasión, tengo que confesarlo, no sé hacer otra cosa.  Dar clases en la Universidad me ha rejuvenecido; jugar al tenis, leer, gozar del cine  y escribir  y  me ha permitido, además, ser más libre y humilde  todavía aunque la vanidad se rebele en tardes como ésta. 

Me he pasado más de veinte años viviendo en los Palacios del Congreso y del Senado, siendo testigo privilegiado de los  aconteceres políticos. He visto tanto que apenas creo en nada ni en nadie. Solo me impresionan los hechos. En este tiempo trabé amistad con Adolfo Suárez –el Suárez del CDS-; él  me descubrió que nadie es más que nadie y que hay que perder el miedo al miedo. Una lección que nunca olvidé y que cambió mi vida.

Aún me quedan asignaturas por aprobar. Me hubiera gustado saludar a Woody Allen; un día  nos cruzamos por la acera en  el corazón de la Gran Manzana neoyorquina  -unos pasos atrás caminaba Andie MacDowell-   pero no me atreví a  estrechar su mano.

Gracias a  este  trabajo he recorrido medio mundo, he estado en lugares dónde no se puede acceder con todo el oro del mundo y he visto amaneceres en cuatro continentes. También aprendí que los cielos son siempre azules y que las buenas personas abundan en todos los rincones de la tierra.

He tenido salud a raudales, -nunca he padecido ni un dolor de cabeza-, me he reído demasiado, he sido tan pobre que nunca me han intentado sobornar y he creído desesperadamente en la libertad y en la honradez del ser humano. Me enorgullezco de que mi padre fuera labrador – la tierra, siempre la tierra pone su olvido por medio-, y que como él, nunca he  tenido alma de esclavo. He cometido errores, demasiados, quizás-,  pero el cómputo final de estas cuatro décadas y un día, viviendo de pensar y de escribir ha sido positivo. He hecho lo que quería.  Sigo haciendo lo que deseo y me he dedicado a trabajar divirtiéndome. Todo un privilegio. “Y al cabo", puedo decir con don Antonio  Machado, "nada os debo, debeisme  cuanto escribo…”  aunque aún me queden letras por pagar de la vivienda nueva.

Hoy, redacto estas líneas, en mi tierra, ligero de equipaje, a un tiro de piedra de Salamanca con la autovía.  Como cada año, he vuelto para la procesión del Jueves Santo. He pujado en dura lid para sacar el Cristo del templo.  Y he hecho el relevo justo enfrente de lo que fue nuestra antigua casa solariega de adobes y de piedra. Esta tradición la aprendí de mi padre y  no me gustaría perderla mientras viva.  ¡Cuarenta años y un día¡ En las últimas veinticuatro horas, en ese día después tras 40 años de destierro involuntario, -marché a Madrid; las otras salidas hubieran sido a Francia, Alemania, Suiza, Barcelona o el País Vasco-,  he comprendido  al fin, la importancia de haber echado raíces… aunque no se sienta uno extranjero en ningún lugar.

La vida, el amor,  –creer en el futuro, tener fe y esperanza; un hombre vale lo que vale su esperanza - es lo único que mantiene en pie a un hombre solo después de tan larga travesía. Sigo caminando hacia Ítaca como un buscador. Un buscador  -ya saben- es alguien que busca, no necesariamente alguien que encuentra. Mis padres yacen aquí. A mí, por el contrario, no me desagradaría  que mis cenizas se esparciesen en tierras de nadie o en mar abierto.  Uno es de donde le han querido. Y Madrid es demasiado grande y generoso. Nadie nos preguntó nunca el origen ni el destino. Y yo, yo retorno a la procesión del Cristo, todavía, como un peregrino cada Jueves Santo.

Perdonen queridos lectores que les haya hablado de mí siquiera un día después de los catorce mil seiscientos atardeceres que falto de mi pueblo. Es más esencial el principio que el final: lo que importa es no perder nunca el camino de regreso.

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